martes, 27 de enero de 2009

Posesión de fe

Cuando era niño, durante un largo tiempo fui presa de una angustiante inseguridad con respecto al destino de mi alma. Nunca tuve dudas de que hay un Dios y sabía que quería estar de su lado, pero, por más que me comunicaba con Él para decirle que le aceptaba, seguía creyendo que mis plegarias no eran lo suficientemente buenas como para convencerlo.

Como cuando alguien se queda dormido contando ovejas, poco a poco mis clamores fueron extinguiéndose y, por alguna razón que no logro definir, terminé sintiendo que no tenía nada más que hacer. "Él ya sabe que quiero estar con Él. Se lo he dicho muchas veces y, aunque no haya usado las mejores palabras, Él conoce mi corazón y sabe lo que he tratado de expresarle. ¿Qué otra cosa podría decir?"

Nada. Ya estaba todo dicho. Y aunque constantemente sentía que debía recitarle una vez más las fórmulas que me habían enseñado, algo me decía que eso estaba demás y que ahora debía dejarlo todo en sus manos. Si Él quería, me recibiría como a un hijo y, si no lo deseaba, no habría nada que le hiciera cambiar de opinión. No era yo el que debía aceptarle, sino Él a mí.

Fue entonces cuando se acabaron mis temores. Él me había extendido su cetro*. Por alguna razón, nunca más dudé de que había sido aceptado. Él había dicho que no echaría fuera a los que vinieran a Él**, y yo era uno de aquéllos. Por fin había entendido, aunque fuera incapaz de describirlo, que lo verdaderamente esencial no era la confesión de fe que yo pronunciara, sino la posesión de fe que estaba tras la confesión.

* Ester 4:11

** Juan 6:37

0 comentario(s):

Publicar un comentario