miércoles, 22 de abril de 2015

Día a día con el Cristo resucitado


No hace mucho vivimos una nueva Semana Santa, y muy probablemente, muchos de nosotros vimos alguna película sobre Jesús u otro episodio de la Biblia. Prácticamente no hay Semana Santa sin película bíblica, y la televisión, al menos en ciertos lugares, satisface bien este deseo de ver algo. Sentimos que nos hace falta; creemos en la necesidad de ser estimulados visualmente para entrar en una actitud de reflexión.

Sin embargo, ¿es eso lo que necesitamos para sacar un verdadero provecho de nuestras reflexiones sobre Jesús? ¿Estamos acaso en desventaja por no haber vivido en la época de nuestro Señor y sus discípulos?

Lucas nos provee un importante texto que, de manera interesante, parece diseñado para contestar esta pregunta (Lc 24:13-35). Dos discípulos se encuentran nada menos que con el Cristo resucitado, y al igual que nosotros, no pueden percibirlo por medio de la vista sino sólo por medio de la Palabra —conectando las Escrituras y sacando conclusiones—.

Los dos acaban de dejar Jerusalén. Hace tres días que Jesús murió, y aunque tienen noticias de que ha resucitado, no consiguen asimilarlo ni sacar provecho de ello. Caminan tristes, y mientras debaten sobre lo sucedido, Jesús se les acerca para dialogar. Por una acción divina, temporalmente no son capaces de reconocerlo.

¿Cuánto sabían de los últimos acontecimientos? A juzgar por lo que dicen, todo lo necesario. No sólo conocen lo sucedido, sino que, por si fuera poco, cuentan con fuentes muy cercanas que lo confirman. ¿Por qué, entonces, continuaban desanimados?

Como queda claro por las palabras de Jesús, los discípulos han dejado fuera nada menos que el testimonio sistemático de la Escritura sobre la culminación de la historia: «¿No era necesario que el Cristo padeciera todas estas cosas y entrara en su gloria?» (v. 26)

Los discípulos deben de haberse sorprendido. ¿En verdad decía eso la Escritura? Jesús les hizo un tour desde el principio, y a medida que avanzaron junto a Él, descubrieron que el «alma» de la Escritura era el evangelio.

La Biblia, como sabemos, contiene profecías directas sobre Jesús, pero no sólo eso, sino también patrones de salvación. Dios nos enseña la forma en que actúa, y por lo tanto, cada vez que lo vemos intervenir, encontramos elementos comunes (como si usara una especie de plantilla). Así, por ejemplo, la salvación es siempre gratuita, o encontramos, como en este caso, que su pueblo alcanza la gloria luego de sufrir primero alguna clase de mortificación (José, por ejemplo, es encarcelado en Egipto; Israel debe vagar por el desierto; o David, antes de llegar al trono, es perseguido por Saúl). Jesús, por tanto, tal vez les habló de esto, y casi con total certeza, les habló también de las alusiones más directas: Les recordó, probablemente, pasajes del Génesis (donde dice, por ejemplo, que la serpiente le mordería el talón); los llevó, quizás, a los Salmos (donde David prevé la agonía que el Mesías sufrió a manos de los malos); los llevó, seguramente, a Isaías, donde dice que el Siervo de Dios moriría por muchos; y los llevó, muy posiblemente, a Jonás, donde el profeta representa en vida los tres días que Jesús pasó en la tumba.

¿Cómo podían —insinúa Jesús— haber pasado esto por alto? ¿No sabían, acaso, que Dios actuaba de esa forma?

Lucas añade que, posteriormente, sus ojos fueron abiertos para reconocerle (v. 31), pero antes de ir y publicar su resurrección, hacen una reflexión que debería interesarnos: «¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino, cuando nos abría las Escrituras?» (v. 32)

Sin duda esta aparición confirmó la resurrección de nuestro Señor, pero nos quedaríamos cortos si sólo la redujéramos a eso. Aquí están ocurriendo más cosas, y no menor entre ellas es la demostración de que la cercanía a los acontecimientos históricos no garantizó una respuesta de fe por parte de estos discípulos. ¿De qué les sirvió, por ejemplo, conocer a quienes encontraron la tumba vacía? Eso no hizo que creyeran más rápido. Los demás discípulos habían visitado el sepulcro, y a pesar de encontrarlo vacío, continuaban resistiéndose a creer. ¿Qué fue lo que realmente hizo la diferencia?

Lo que produjo un impacto fue que la Palabra, y no la imagen de Jesús sino su presencia, se combinaron en una experiencia nueva. Ellos jamás habían leído la Biblia pensando en el evangelio, y ahora que Jesús se la mostraba así, se dieron cuenta de que dicha Palabra era un lugar de encuentro con Él. Ellos no dicen que el corazón les ardía sólo por escuchar su timbre de voz, sino cuando Él se mostraba por medio de la Escritura.

¿Podemos nosotros gozar de esta experiencia? ¡Por supuesto que sí! Hoy en día también tenemos la Escritura, y en lo que respecta a la presencia de Jesús, es su propio Espíritu el que nos acompaña. No hagamos la lectura seca que los discípulos habían hecho antes —esa lectura «cuadrada» y cargada de expectativas humanas—. Era evidente que un Cristo muerto no cuadraba en su esquema, pero si entramos con esa mentalidad, jamás entenderemos el evangelio. El evangelio está lleno de verdades que nos contrarían, pero no porque sean irracionales, sino porque nuestro corazón, que quiere todo a su manera, tiende a rechazarlas.

Oremos, entonces, para leer sin perder de vista el evangelio. Quizás la Biblia, para ti, solamente ha sido un libro, pero prepara tu corazón para un encuentro con Jesús. Somos muchos los que podemos testificar de esto, pero no hay nada como experimentarlo en persona.

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